Este blog nació con vocación teatrera, que cumplo en canto la economía y el tiempo libre me lo permiten, pero también peliculera, a la que hasta hoy no había comenzado a dar rienda suelta. Y he querido comenzar, demasiado tiempo después de pensarlo por primera vez, con una película que me impactó, vista después de devorar la novela en la que se inspira, “Pícnic extraterrestre”, de los hermanos Strugatski, editada en España por Gigamesh. Ellos mismos firmaron el guión, tan diferente, de 'Stalker', una obra cumbre de la ciencia ficción, realizada por uno de los directores más especiales y diferentes, el soviético (como los escritores) de Andrei Tarkovksi. Uno de esos raros autores capaces de crear universos propios, continuamente imitados, repetidos, plagiados hasta nuestros días. Sí, ciencia ficción, apenas una etiqueta para una obra tan grande como inclasificable, llegada desde el otro lado del telón de acero.
Aún
hay quien maltrata la ciencia ficción como un género menor, tanto
en su vertiente literaria como, más aún, en la cinematográfica,
considerada un simple divertimento, espectáculo por el espectáculo
para el lucimiento de cada vez más caros, y digitales, efectos
especiales. Claro que si se tienen en cuenta algunos de los engendros
que últimamente han sido encuadrados en la materia, se podría decir
que tampoco andarían tan desencaminados. Y sin embargo, la ciencia
ficción permite una libertad creativa tal, capaz de algunas de las
elucubraciones más elaboradas sobre el género humano y su razón de
ser, filosofar sobre el presente y el futuro de la especie, como
ningún otro género, llevándolo a futuros inciertos, distopías
tenebrosas, utopías inquietantes, historia ficción. Desde el mundo
occidental llegan obras cumbre como Blade Runner, “todos estos
recuerdos se perderán para siempre, como lágrimas en la lluvia”,
decía en contrapicado el replicante Nexus en su encuentro directo
con la muerte. O 2001, el gran clásico de Stanley Kubrik, con temas
parecidos, el origen sintético de la inteligencia, el temor a lo
desconocido, el miedo a la pérdida de la conciencia, de la
consciencia.
'Stalker',
estrenada en 1979, cosecha de la productora soviética Mosfilm, protagonizada por Aleksandr Kaidanovsky, Anatoly Solonitsyn, Nikolai
Grinko, Natalya Abramova y Alisa Freyndlikh. Con una duración de 161
minutos, tuvo que ser rehecha después de que un fallo en la sala de
revelado diese al traste con buena parte del metraje cuando la
película estaba prácticamente terminada, permite interpretaciones a
la medida de cualquier espectador, sin necesidad del paso previo de
leer la novela. Los hermanos Strugatski, que habían modificado una y
otra vez el guión, fueron requeridos para un último cambio. Así lo
recuerda Arkadi, en el libro 'Acerca de Andrei Tarkovski' (Jaguar,
2001):
“¿Cómo debería ser Stalker en el
nuevo guión?”
“No lo sé; tú eres el autor, no
yo”.
Ya veo. En realidad no podía ver
nada, pero era lo normal entonces. Pero antes de que comenzara el
trabajo nos quedó muy claro a mí y a mi hermano que si Tarkovski
comete errores, son errores brillantes, y valen lo que una docena de
correctas decisiones de directores normales.
Le pregunté apresurado:
“¡Escucha Andrei, ¿para qué
necesitas la ciencia ficción en la película? ¡Eliminémosla!”
Sonrió de la forma que lo hace un
gato que se acaba de comer el loro de su dueño.
“¡Eso es! ¡Por fin los has dicho!
He estado deseando oírtelo hace mucho tiempo, aunque tenía miedo de
sugerírtelo por si te molestabas!”.
Así pues, tenemos una película que nace como ciencia ficción cuyo director pide a sus guionistas, autores de la novela de ciencia ficción, que eliminen la ciencia ficción del guión. Todo un galimatías. ¡Y sin embargo sigue siendo una obra cumbre del género! Así como del séptimo arte.
Con
el cambio, obligado, y que le otorga a Tarkovski toda la libertad que
necesitaba para desarrollar su torrente de imágenes, la película se
estructura en dos partes. La vida, la realidad, transcurre en
penumbra, desdibujada en un decadente, oscuro, tétrico blanco y
negro. La Zona, muerta en apariencia, lugar de prodigios, en
la escala de lo siniestro a lo maravilloso, muda al más vívido
color.
Un escritor, un científico, un stalker. Rostros. Primeros planos, planos medios. Caras gastadas, vidas tronzadas, rotas, desapegadas. Sufrimiento. Experiencia. Las tuercas, los tornillos, las carga el diablo (quién sabe si el mismo que se le aparecía en su locura a Bulgákov, en sus extáticas pesadillas estalinistas).
¿Qué
significado alcanza la Zona para los Strugatski, que vieron
alzarse contra ellos la sinrazón de la censura; qué significado
para Tarkovski, con los maestros de Leningrado al pie del guión? En busca de la piedra filosofal. De la inspiración. De la sabiduría. De una vida nueva.
Humedad.
Niebla. Sudor, olor, miedo. Suciedad. La Zona mancha y su
marca se confirma indeleble. Para la conciencia. Pero no solo. Y si
no, que se lo digan a Tití, la hija del Stalker sin nombre en la
película, Redrick en la novela.
El
paisaje lunar, despiadadamente apocalíptico, herrumbre, ruina, es el
de la vida. Espectros animados. El exuberante, el de la muerte,
apagadas y brillantes miradas. El del pícnic, la fiesta
extraterrestre que sembró, ¿de forma aleatoria?, el planeta con
regalos de creación y aniquilación.
Entramos
en la fábrica. Llegan las reglas, los riesgos. El que se las salta,
quien las obvie, pierde. Calma. Contraluces. Qué contraste con
Kubrik y la limpieza, casi de hospital, casi aséptica, que reluce en
2001 en todo su esplendor. Parecido, muy parecido, a los relatos y
novelas de C. Clarke. Y sin embargo, en la URSS, los Strugatski se
permitían el lujo de mostrar las miserias, como ellos mismos
referirían, del mundo capitalista: la codicia, la basura, la
inmundicia que todo lo impregna allá donde el dinero todo lo compra.
Quizás
sea una alegoría a lo por ellos conocido. Pero la libre
interpretación de cada espectador permite elegir destino, meta. Y si
ellos dicen Canadá, o una ciudad del Medio Oeste yanki, por qué no
centrarse ahí, en esas miserias tan soslayadas, arrinconadas a un
suelto en una esquina inferior, por los mass media.
Y
esos primeros planos. La incertidumbre, la duda. La áspera barba de
los primeros días. Casi retratos sacados de un wenster.
Y
el agua. Siempre el agua. La magia de las apariciones inesperadas, de
los papeles, los objetos sepultados en el fluido vital. El agua y
Tarkovksi.
Diálogos
que son largos monólogos. Soliloquios de honda reflexión: la vida,
el libre albedrío. La represión, propia, ajena.
Los
sueños que se pueden cumplir. La habitación concede todos los deseos. Qué pedirle al genio, al djin. ¿Ser
benefactor? ¿Ser egoísta? El bien de uno por el bien de todos. La
pugna dialéctica. Elegir. Lanzar a la muerte o a la gloria.
La
oscuridad y el agua. Omnipresente. Quizás haya quien sepa descifrar
el código planteado por Tarkovski, las referencias de las
apariciones animales. El cuervo, el perro fiel. La arena que seca
la inundación.
Puertas,
ventanas que se abren a lo cerrado, no conducen más que al interior.
Encerrados en sí mismos.
Desaparecen las leyes, las humanas, las de la física. Y
de repente, ecce homo, he aquí el hombre. "Ahora el presente y el futuro son lo mismo".
Se
acerca la destrucción del sueño. La glorificación del yo
intelectual frente al yo de acción: al pragmático, al trabajador.
La lucha entre dos antagonistas que no son más que uno.
Todo
para obviar la trituradora. La picadora de osados. Que salva ese
científico que quiere cortar de raíz las distorsiones, la magia
(para una civilización atrasada, la tecnología de una muy avanzada
solo puede interpretarse en el orden de lo mágico, como decía C.
Clarke).