Una
generación de grandes actores españoles se apaga. La famosa ley de
vida, siempre me decía mi madre. El tiempo. Se fueron los Fernando
Fernán Gómez, José Luis López Vázquez, Alfredo Landa, Emma
Penella, Amparo Rivelles, Rafaela Aparicio... Una estirpe en
extinción. Un puñado aún pisa con fuerza las tablas, se coloca
ante una cámara con la experiencia y la sabiduría que solo los años
conceden, la sapiencia. Concha Velasco, Juan Diego, José Sacristán,
Charo López, los Gutiérrez Caba... Y por supuesto, Lola Herrera y
Héctor Alterio.
“En
el estanque dorado” ha reunido, como un regalo para los
aficionados, a dos mitos de la escena española como Lola Herrera y
Héctor Alterio (aunque argentino, es tan español como los
españoles acogidos en la Argentina).Realmente, la obra se queda en segundo plano si en
el cartel figuran ambos A punto de cumplir los 80 años
la dama vallisoletana, con nada menos que 85 abriles su compañero.
Dos imanes con una fuerza de atracción única. Las ocasiones para
deleitarnos con ellos comenzarán a escasear Por eso, hay que
aprovecharlas, saborearlas. Y lanzarse a verlos, disfrutarlos en el
escenario. Su talento, su máximo saber.
Nosotros
no conseguimos entradas en Avilés, y encontramos en Gijón, bastante
atrás en el segundo anfiteatro del Jovellanos. No sorprende, por
tanto, que hayan llenado en cada teatro al que se han dirigido en su
gira con la obra dirigida por otra grande como Magüi Mira, con
varias producciones en cartel en este tiempo, con la dificultad que
entraña. Y en la que han encontrado réplicas de calidad en Luz Valdenebro, Camilo Rodríguez y un sorprendente Adrián Lamana, para
quien cada segundo en escena con los dos astros debe ser una clase
magistral que, sin duda, parece aprovechar. Para todos, seguramente
(se trata de una opinión, la mía, claro está), cada representación
es una clase magistral aprendiendo con la boca abierta de dos actores
que aman su profesión hasta el punto de seguir desempeñándola
cuando quizás lo más sencillo sería el retiro, el disfrutar.
Confieso
que nunca había podido disfrutar de Alterio (me lo perdí, por
cuestiones laborales, en su mano a manos con Sacristán en “Dos
menos”) ni de Herrera más allá de la televisión o el cine. Eso
sí. Tengo que decir que una vez estuve al lado de don Héctor en el
Caixa Forum de Madrid, hace unos años, y ni la que hoy es mi mujer,
ni yo, por timidez, nos atrevimos a decirle nada (“¿y si no le
parece bien?”, nos dijimos).
Lo mejor de la escena.
Disfrutar
de “En el estanque dorado” no es más que una excusa para
disfrutar de lo mejor de la escena española. De una obra que permite
el lucimiento de ambos, excelsos, graciosos, bien compenetrados,
incluso improvisando. He leído alguna crítica que calificaba la
producción de fácil, de acudir a un camino trillado sin riesgo para
atraer al público. No estoy de acuerdo. A quienes que se prestan a
pegar el tiro de gracia, se les puede acusar de lo mismo.
Creo
que es necesario recapitular. Estamos hablando del traslado al teatro
de una película que tenía su miga. Quiénes lo interpretaban: nada
menos que Katharine Hepburn y Henry Fonda como Etel y Norman, o lo
que es los mismo, dos dioses del Hollywood clásico, lo más de lo
más del star system. Para Fonda, ya enfermo, su última obra,
Hepburn aún participaría en alguna más. La película tocaba muchas
fibras, como la del padre que nunca se había entendido con su hija
(¿tan extraño?). Claro que Hollywwod había determinado que la hija
de Henry, una librepensadora Jane Fonda, sería la más capacitada
para darle la réplica. ¿No trata la obra de las relaciones paterno
filiales? ¿No fueron siempre difíciles las relaciones del mito
Henry con sus hijos, que decidieron seguir sus pasos? Y tan difíciles
en la película, en la obra, con una hija que se casará con un hombre
que trae añadido a un hijo adolescente.
Recuerdo
haber visto aquella película hace muchos años, en la cocina de casa
de mis abuelos, seguramente una noche de verano, y retransmitida por
TVE. Hablo de memoria, y la memoria falla y se amolda al resto de
recuerdos, adaptándose a la ideología del sujeto, como siempre
recalcaba uno de mis profesores de Historia Contemporánea (de paso,
aprovecho para recomendar una joya de la historia oral referida a la
Guerra Civil Española, “Recuérdalo tú y recuérdalo a otros”,
de Ronald Fraser), es subjetiva, maleable supeditada a las
experiencias vitales de los protagonistas.
El montaje es pequeño y grande. De matices, de gestos, de palabras de los dos
genios crepusculares. De sus tres acompañantes que deben darle la
réplica. La hija, su compañero, el hijo de este. La casa, el lago,
la pesca. La historia familiar. El fin de la vida. El miedo al final.
Cómo Norman confraterniza con su descubierto nieto, discute con su
hija, juega con su yerno, mientras se queja de que cualquier cosa que
haga puede ser la última, siempre con la muerte presente. Cómo Etel
se coloca en el fiel de la balanza, el contrapeso entre los extremos
de su hija y su marido.
“La
edad. El miedo. El amor. La soledad,. La risa. La lucha por la vida
dentro de una familia. Una isla de esperanza frente al peligro de
extinción”, resume la obra.
Cada
frase, cada palabra, casa posición en el escenario es un ejemplo...
Y con la desgracia de que, ya al final, el micrófono de Lola Herrera
falla. Y algún espectador, creyendo que se encuentra en la feria, y
no en el teatro, se le ocurre interrumpir a gritos, en plena obra, en
medio del trabajo con un estentóreo y extemporáneo “¡no se
oye!”. Una, dos veces. Vergúenza entre la ayoría del respetable,
y Lola Herrera que tira de recursos, de saber estar y, haciendo de
tripas corazón dice: “Tenemos un problema técnico, tenemos que
parar y volveremos cuando se solucione”. Uno, dos, cinco minutos de
parón. Como si fuese un trabajo repetitivo. Lamentable. Volver a
empezar, a coger el ritmo. El enfado de bajar el telón, de comenzar
ante un respetable en el que algún que otro especimen aún tiene
algo que decir después de haber seccionado el trabajo de los actores
(¿es que en el siglo XIX, a comienzos del XX, había micrófonos, o
los espectadores de las butacas más lejanas, como la mía, debían
aguzar el oído para deleitarse, como hacíamos todos, de la labor de
dos astros como Lola Herrera y Héctor Alterio?).
Pero
resolvieron la papeleta como lo que son, profesionales con miles de
horas de vuelo, de problemas en escena, de obras, y obras, y obras, y
públicos mucho más difíciles. Por eso, deleitarse, disfrutar,
saborear, agarrar cada minuto de obra de Alterio y Herrera es una
necesidad, una oportunidad histórica de colocarse ante lo
mejor que la escena española, castellana, ha dado. Aferrarnos
a ellos todo el tiempo que sea posible. Aferraos a ellos, id a
verlos corriendo, en cuanto tengáis oportunidad. Estáis viendo la
historia del teatro desfilar ante vosotros. La entrada bien vale el
precio, y cuanto más cerca, mejor.