Sergio Peris Mencheta y Roberto Álamo. Foto: http://barcopirata.org |
Después de quedarme en el paro (por “incompatibilidad con mi jefe”, matizaron ellos; “porque si no me voy lo...”, pensé yo), encontrar un camino para que mis manos se abalanzasen de nuevo hambrientas al teclado como antes sucedía convirtió en mi principal preocupación. En un fogonazo, recapacité sobre lo que estoy haciendo en este instante, lo mismo exactamente que durante la mayor parte de los días en la última década: escribir. De momento, cambia la temática. Y tengo que darle las gracias a los enormes Sergio Peris Mencheta y Roberto Álamo, detonadores de la chispa que ha encendido en mí la mecha de lo que antes encontraba como una simple afición, y ahora contemplo con otro aire, más angular: cine, cine, cine; teatro, teatro, teatro.
He tardado, pero al fin mis dedos se
deslizan vertiginosos sobre las teclas. Las ideas fluyen. Una, como
un torrente: desde entonces, un pensamiento me ha poseído de forma
recurrente. No he dejado de darle vueltas a un asunto. Todo, a raíz
de ver, de disfrutar en el teatro Palacio Valdés de Avilés el
estreno de la obra “Lluvia Constante”, protagonizada por los ya
mencionados Roberto Álamo y Sergio Peris Mencheta, probablemente,
dos de los actores más en forma del panorama nacional, si no los más
(de momento lo dejo ahí). Ellos eliminaron mi timidez y me indujeron
a gritar ¡bravo! por primera vez, y a ponerme en pie al final de una
actuación magistral que mereció varios minutos de ovación, de
pleitesía ante dos titanes. Ellos me han incitado a elucubrar sobre
la siguiente reflexión: un posible nexo de unión entre los grandes
actores del Hollywood clásico. Las estrellas de la pantalla,
aquellas que por sí solas justificaban el pago de la entrada,
vehículo esencial para disfrutar de sus películas. Al porqué
juntar dos extremos que se encuentran más unidos de lo que parece,
se une que justo unos días antes hubiese devorado el libro “Yo soy
Espartaco”, en el que Kirk Douglas recuerda los entresijos de ese
film mítico, en el que Dalton Trumbo pudo, por fin, recuperar su
nombre tras años de persecución, de clandestinidad, de caza de
brujas en el paraíso de la libertad. El cine, el mundo de la
actuación, se ha puesto a dar vueltas en mi cabeza. Sin parar.
Estrellas de toda la vida
¿Qué
tienen en común las megastar
masculinas de Hollywood? ¿Los Cary Grant, Henry Fonda, James
Stewart, Gary Cooper, John Wayne, Gregory Peck, Kirk Douglas, Burt
Lancaster, Marlon Brando o Robert Mitchum? Al margen, claro, de un
talento innato desbocado. Creo que se identifican en una cuestión
fundamental (nada que ver que, en momentos puntuales, compartieran
cartel, o fuesen amigos, o rivales por los papeles más sabrosos). Se iba al
cine por verlos a ellos: una peli de tal o cual. Muy pocas veces se
pensaba en el director (eso es algo casi contemporáneo, hasta que
llegaron los franceses -Cahiers du Cinema-, cambiaron esa apreciación
y crearon el concepto de autor). Su presencia en el firmamento atraía
a los espectadores, de uno y otro género. Ya fuera el filme bueno o
malo, peor o excelso. Su nombre en lo más alto del cartel ejercía
de imán, ese mismo magnetismo que ellos irradiaban. Más que
estrellas, agujeros negros que acaparaban toda la atención. Dos en
la misma escena garantizaba un choque de dimensiones cósmicas,
removían energías desconocidas, colisionando en pantalla para
regocijo de sus coetáneos que llenaban de punta a punta las salas, y
de todos quienes hemos podido acceder a sus actuaciones, convertidas
en clásicos del arte universal, años después. Puro deleite.
Bendito cine. Se les idealizaba. Los espectadores soñaban con
parecerse, imitándolos: su estilo, sus formas; las espectadoras, con
que sus hombres se les pareciesen. Al fin y al cabo, con esas
premisas se había forjado el cine de los grandes estudios, como bien
había descrito Iliah Ehrenburg ya en los años 30 del siglo pasado.
El american way of life
necesitaba de Adonis y Afroditas que plasmaran, 24 fotogramas por
segundo mediante, su superioridad sobre el resto de globo (la
colonización cultural merece unos cuantos capítulos aparte).
Cuando
pensamos en las grandes estrellas, no se trataba entonces en actores
del método
(sí Brando, entre los mencionados anteriormente), como buena parte
de los que llegarían a posteriori, sobre todo, a raíz de la
revolución de los años 70 con el despliegue del New Hollywood
(también grandes a su manera, otra manera). Aquellos astros
primigenios, primordiales, poseían un instinto natural. Su talento
los había preparado para la profesión. Para engrandecer el arte más
popular. Pero, y aquí viene mi tesis, su rasgo diferencial se
cimentaba en una poderosa presencia física. No una simple belleza o
atracción sexual, que también. Sino un aura de fuerza y potencia.
Estas se engarzan como el hilo, el pegamento, la pasta que une a
todas esas figuras. Altos o bajos, más grandes o más pequeños,
judíos o gentiles. Conservadores o liberales. Su rostro transmitía,
contagiaba experiencia. Exhalaban vida. Esa vida que a todos los
espectadores les hubiese gustado suplantar, vivir por un día (por lo
menos, les permitía evadirse durante 90 minutos). Ya fuese un
esclavo romano, un pirata, un pescador portugués, un asesino
despiadado, un confederado de pasado atormentado, un dandy atrapado
por el enredo o un boxeador metido a estibador. Todo su cuerpo era su
campo de expresión: desprendían una fuerza descomunal,
descontrolada, salvaje. Emanaban instinto. Instinto animal. Bordaban
al héroe que querríamos tener siempre a nuestro lado para
defendernos de la injusticia, e inquietaban como el que más si se
ponían (no todos se atrevían, eso sí), bajo la piel de un
sanguinario.
¿Quién no
se conmueve con Anthony Queen dando lecciones fotograma a fotograma
en “Zorba el griego”, su risa poderosa, su contención o una
expansión irrefrenable? ¿Y no concita la misma credibilidad
mientras da réplica a un Kirk Douglas supurante de odio por todos
sus poros mientras busca justicia en “El último tren a Gun Hill”?
Douglas y Queen dejan su huella imborrable en el celuloide,
intachables, reconocibles en cada una de sus películas pero,
igualmente, poseedores de una versatilidad innata. ¿Y los 190
centímetros de John Wayne en dos obras maestras de John Ford como
“Centauros del desierto” y “El hombre tranquilo”? Decían de
Marion que, como actor, manejaba dos registros: subido al caballo y a
pie. ¿Alguien se imagina esas dos joyas, a ese odiseico Ethan y al
Sean Thornton que huye de su pasado en busca de su raíz, con otro
rostro? Solo Wayne habría sido capaz de darles vida, en una
interpretación agarrada a las entrañas (y quizás vaporizada en
bourbon, cervezas y cigarros). Habrían de ser otros los que
teorizasen sobre esa forma de trabajar, pero de ellos surgía con la
más absoluta naturalidad.
Otro de esos
combates inolvidables lo protagonizaron Peck y Mitchum en “El cabo
del terror”: la integridad miraba a los ojos a las tinieblas, el
bien y el mal, sacudiendo en sus butacas a los espectadores. Sí, el
mismo Mitchum débil, casi desvalido, como sheriff alcohólico en “El
Dorado” (o de perturbador en “La noche del cazador”), ante un
Peck erigido para siempre en estandarte de la integridad, paradigma
universal establecido para siempre en la mágica “Matar a un
ruiseñor”.
Actores que devoraban la cámara. Que llenaban por sí
solos el ancho de aquellas pantallas de cinemascope que maldijeron
los pioneros hasta que le exprimieron todo el jugo. ACTORES con
mayúsculas, que interpretaban con todo su ser.
Roberto Álamo y Sergio Peris Mencheta, duelo de titanes
¿Es
atrevido calificar a Roberto Álamo y Sergio Peris Mencheta como
deudores, o herederos directos de esos titanes? No. Se trata de dos
intérpretes diferentes entre sí. Quizás, hasta beban de fuentes
divergentes, o al contrario, hayan mamado de la misma, no lo sé. A
Roberto Álamo tuve la suerte de verlo en aquel Marat Sade montado
por un Animalario ya crepuscular, en el que Alberto San Juan centraba
el protagonismo de un reparto coral; y por cuestiones laborales me
quedé con ganas de saborearlo en el papel de un atormentado Urtain
que todo el mundo elogió, y por el que recogió críticas excelentes
y premios. En la pequeña pantalla se sube a un fantástico siglo de
oro en “Águila roja”.
Mi primer
recuerdo de Sergio Peris es, lejos queda ya, de “Al salir de
clase”, y llega hasta la televisión actual en Isabel. Pero sobre
las tablas, solo tenía una referencia, bien reciente, y asimismo
turbadora y agigantada: en una coral “Julio César”, a la que
pude asistir en el avilesino auditorio del Centro Niemeyer este mismo
verano. Allí, el ex jugador de rugbi sobresalía entre grandes, como
Tristán Ulloa o Mario Gas. Su alegato como Marco Antonio se metía a
los espectadores en el bolsillo.
Quizás
pueda parecer una osadía, insisto, pero en sus personales estilos
(entiendo como más técnico el de Álamo, y más instintivo el de
Peris Mencheta), entroncan con los clásicos. Exponen su talento e
imponen su presencia. Su estar apabulla. Y la adaptación de David
Serrano de “Lluvia constante” les permite demostrarlo desde el
minuto uno, cuando interpelan a los presentes como si tal cosa. Ahora
mismo es inimaginable con otras caras. No sería exagerado cuestionar
que Hugh Jackman y Daniel Craig, quienes se habían puesto en la piel
de los mismos personajes en Broadway, fuesen más creíbles que
nuestra pareja nacional. Los nuestros no tienen nada que envidiar en
este duro drama policíaco a dos intérpretes tan reconocidos.
Imposible juzgar lo que no se ha visto, claro está. Así, centrados
en Peris y Álamo, es sencillo afirmar que nacieron para darse el pie
el uno al otro mientras recrean dos personajes atormentados. Logran que
al terminar la sesión el desasosiego se amarre al espectador. Es
teatro directo a la mandíbula. Un fortísimo puñetazo a las
conciencias.
El carácter
del personaje que interpreta Álamo, Dani, no deja indiferente:
remueve las entrañas, inquieta. “¡Ese tío tiene que ser así!”,
podría comentar cualquiera que saliese de la sala. Uno se lo cree.
¡Cómo no hacerlo! Impone y amedrenta. Consigue que nos encojamos en
la silla, empequeñecidos, en tensión... Se sufre con él, nos hace
partícipes de sus problemas, que no son pocos ni sencillos. ¡Quiero
empatizar, ponerme en su piel! El corazón en vilo no lo permite. Su
voz acongoja, pero su presencia, su cara, su cuerpo… Emana poder,
pasión, un lado salvaje siempre presente. ¡No quiero verme frente a
frente con ese tío! Amedrenta. Verlo, sentirlo, supone un esfuerzo
extenuante. No es que sea creíble: ¡es real! La lágrima asoma con
sus momentos de debilidad, al desmoronarse, pero una animadversión
la impide fluir. ¿Es buena o mala persona? O lo que es peor,
¿importa la disyuntiva?, ¿confluye en él la dualidad? Una pena
haberlos espiado desde las alturas, y no haber podido indagar en sus
miradas, sentir de cerca que durante los 90 minutos de duelo no
estamos ante Roberto Álamo: es ese policía que se jacta de una
familia perfecta mientras bromea, procaz, sobre los pechos de una
compañera. Y cómo poco a poco va tomando conciencia de que todo lo
que había construido, sus certezas, esa aparente fortaleza mental
nacida de una violencia en ningún momento escondida, se derrumban
como un castillo de naipes sin poder hacer nada para impedirlo...
¿Qué decir
de Rodo? Si Álamo interpreta a un perdedor con ínfulas de ganador,
Peris Mencheta confecciona con precisión de cirujano a otro
outsider. Si Álamo apela a una exuberancia de recursos, él
toma el camino opuesto, tal y como necesitan sus papeles. Peris lo
hace desde la contención, y con el freno de mano puesto, dibuja a un
alcohólico en crisis permanente, consciente y en casi continua
recaída. De una falta de carácter que le genera una tácita -y
hasta humillante- dependencia de su mejor amigo, y compañero de
patrulla, Dani. Pese a todo, es su apoyo, su refugio, mientras
envidia el núcleo familiar que su camarada (que trata de ayudarlo a
su manera) ha sabido crearse, mientras piensa que es él quien
realmente se lo merece y, sin embargo, nada tiene. Es imposible no
compadecerse: la vida le ha pasado por encima. No apiadarse mientras
se confirman años a la sombra de su compañero, manejado por él,
desde críos. Su mejor amigo... Inmediatamente lo colocamos como el
bueno de la pareja. Nos creemos su inferioridad, su alcoholismo.
Acongojado en una esquina. ¡Cómo ese hombretón puede tener miedo
de su amigo, de su furia! Encogido... Y contemplamos su lado oscuro.
La envidia tiznada de admiración, se adivina una sombra de
oportunismo, de deslealtad. No hay ni buenos ni malos. Peris ofrece
un contrapunto perfecto, el policía sensible frente al duro, cuando
el otro no es, sino por el seguidismo de este. Y pese a todo, ¡nos
identificamos con él! Decimos, ¡pobre tío!
Personajes caramelo
Ambos
interpelan al público, buscando complicidad en sus discursos.
Destacan sus meticulosas composiciones de dos personajes llenos de
aristas. Caramelos que no han dejado escapar, y permiten a los
espectadores saborearlos con fruición. En definitiva, Mencheta y
Álamo forman parte de esa estirpe de actores cuya portentosa
presencia sobre las tablas se convierte en una herramienta
indispensable en su arte. No desperdician ni un gramo de su totalidad
para redondear su talento desbordante. Herederos por línea directa,
por puro merecimiento, de aquellos, los más grandes de siempre. Su
sola aparición viste de una fuerza interpretativa descomunal a cada
función. En “Lluvia constante”, sus réplicas se alzan en un
sostenido in crescendo; sus monólogos rugen desde el averno,
mezclan rabia y ternura, generan empatía y rechazo. Huyen de lo
fácil sin caer en lo barroco. No quieren complicidad ni
complacencia. Todo fluye para envolver al empequeñecido espectador,
para llenarlo de tensión, camino del brillante cénit.
Si tienen
opción de ver Lluvia constante, no lo duden. Si pueden disfrutar de
estos dos titanes en cualquier otra representación, tampoco. Con
ellos en el cartel, la entrada adquiere un valor incalculable.
Actuaciones sanguíneas. Un chute de teatro en vena.
Postdata
Sin pecar de frívolo, pero esas señoronas todas
enjoyadas y emperifolladas que van al teatro para remarcar una
especie de estatus social, ¿qué se preguntarían, no entonarían un
tierra trágame, un yo vengo aquí para dejarme ver, no para que me
hagan escuchar cómo ese policía calvo describe -con la máxima
ternura- su noche de sexo con una prostituta que amamanta a su bebé?:
“¡qué sacrificios tan dolorosos tengo que hacer para lucir mis
perlas! Por Dios, ¿dónde está el teatro de toda la vida?” O
quizás no, y su mente es mucho más abierta de lo que su rancia
apariencia deja entrever.