Pedro Casablanc. Foto: jordicasanovas.net |
En
absoluto contaba con ir a ver 'Yo, Feuerbach'. El calendario ha
pasado con desdén e impudicia la página de otro año, desde la
última obra, 'El jurado', y si la economía, sin curro, no permite
dispendios, menos aún si estos son en tiempo libre. Últimamente
ando con ganas de nada, y nunca me hizo tilín ir solo al
teatro, como tampoco al cine, por eso de sentirme rodeado de extraños
(en comunión en el templo dramático, todo hay que decirlo), y no
tener con quién comentar la jugada al salir. Así, de forma
inesperada, por segunda vez mi señora me sorprendió con una entrada
para esa joya de los avilesinos que es el Palacio Valdés. “Así
vas a ver a Pedro Casablanc”, me dijo, “y me cambias esa cara de
triste”, pensó. A ambos nos había asombrado Casablanc vistiéndose
de Luis Bárcenas en 'Ruz-Bárcenas', junto a Manolo Solo (también
con texto de Jordi Casanovas, por cierto), que saboreamos en la sala
club del Centro Niemeyer al comienzo de este periplo de “Espejos en
cinerama”, así como, hace algunos años, en la reconocida 'Marat-Sade'; y por qué no decirlo, lo disfrutamos hace nada de malo
malísimo en la televisiva serie 'Mar de plástico'. Un ofrecimiento
imposible de rechazar.
Confieso
que no estaba al tanto de lo que me iba a encontrar (nunca leo
críticas, para evitar cualquier tipo de condicionamiento, solo lo
hago después de haber escrito). Con este Feuerbach (pronúnciese
foyerbaj), imaginaba situarme ante una obra política (el pensador
alemán fue uno de los maestros de Marx), o de corte filosófico. Por lo que me acerqué a
alguna reseña para abrirme los ojos. Y no, como podría comprobar
después, la política, stricto sensu, no aparece en primer
plano, mientras se cuela alguna de las frases que dejó para la
posteridad este teórico del ateísmo, como aquella “el hombre creó
a Dios a su imagen y semejanza” (repaso de memoria) que pronuncia
el veterano actor en busca de un papel en un determinado momento.
Poliédricas elucubraciones
Poliédricas elucubraciones
La
obra permite poliédricas elucubraciones de significado. Una de
ellas, la reflexión sobre esos dioses de papel que encumbramos, para
olvidar de forma cruel con el paso del tiempo. Con el paso de muy
poco tiempo, demasiadas veces, convertidos en objeto de consumo para
las masas, en un pasatiempo de usar y tirar en este sistema que todo
lo mercantiliza. Ídolos de barro.
La
acción nos traslada a Alemania, a una audición que podría
presenciarse en cualquier teatro de un país cualquiera en la
preproducción de un montaje. También España, claro que sí. Un
actor veterano busca un nuevo papel con el que retomar-relanzar su
carrera. Un intérprete consagrado debe pasar por la terrenalización
de enfrentarse a un casting, como un novato más que necesita
el trabajo. Un actor, Feuerbach-Casablanc, henchido de la gloria
cúmulo de múltiples papeles protagonistas, cimentada su carrera
sobre los clásicos, a las órdenes de los más prestigiosos
directores, ¡y teniendo que pasar por un proceso de selección! Un
parado de larga duración, que busca imperiosamente, que necesita un
trabajo que le ha dado la espalda. Un mundo que arrincona la
experiencia (viejo, pasado), la esconde; un mundo que privilegia la
juventud, más maleable, más manejable, sin siquiera haber notado
aún, sin haber sido alcanzada por los golpes bajos de la vida; ni de
lejos imaginarlos. Un mundo que aparta al diferente, lo desprecia; que entierra al enfermo.
Él,
Feuerbach, que lo fue todo en el cielo de la escena; él, como ese viejo
trabajador expulsado del mundo laboral en un expediente de regulación
que prescinde de los más veteranos (ajuste de costes, el eufemismo
políticamente correcto), cuando aún tenía tanto que ofrecer. Y que
desaparece, y de repente vuelve al mundo real en una competición
contra desconocidos, por un pedazo de integridad, por volver a dar
algo de sí que sabe que tiene, pero que el resto, el director, el
jefe de personal, ni entiende ni quiere ver. Una nueva oportunidad
para vivir. “Es uno más”. Humillado al ser recibido por un
segundón, por el ayudante de dirección, Samuel Viyuela. “¡Dónde
está el director!”. Ese afirmar: “Tú no sabes nada”. Ese
sentir: “Ni siquiera te imaginas todo lo que yo he hecho, todo lo
que sé, lo que he aprendido y he mostrado, y demostrado, cuál es mi
experiencia, lo que domino, con quién he compartido tablas, cuántos
han disfrutado conmigo, quiénes me han adorado, suspirado por verme
y disfrutado con mi oficio, mi saber, algo que tú no conseguirás ni
en cincuenta vidas por muchos títulos que tengas o por una posición
superior en la que te encuentres en este mismo instante y ¡sabe Dios
cómo has llegado hasta donde estás!”. “¿¡Dónde está el
director!?”.
Un
duelo entre veterano y joven, entre Casablanc y Viyuela. En el que el
peso de la trama lo sustenta el consagrado actor. Buena parte del
tiempo, monologando, hablando consigo mismo, diálogo interior; con
los espectadores, con su némesis. Mirada burlona, mordaz, de
sátiro... Y paso a paso, a pocos, escéptica, atónita,
derrotada... Del autoengaño a la autoafirmación; del aquí estoy
yo, al quién soy yo... De la superioridad moral, a la derrota más
absoluta. Una víctima de todo lo que sucede a su alrededor sin
capacidad alguna para controlarlo.
Lección
actoral para disfrutar con la boca abierta, desencajada de asombro.
Apuntando en la memoria su facilidad, de Casablanc, para la
narración, su dicción repentizada, esa modulación de la voz, del
susurro al grito atronador mientras desgrana su vida, y nos oculta
algo que apenas logramos intuir... El sarcasmo como defensa. La
presencia del joven como ofensa. El subalterno, el ayudante,
interpretado por Viyuela: qué compleja papeleta la que le han
reservado Jordi Casanovas y Antonio Simón: aguantar las acometidas
del gigante, preparado para romper físicamente en algún que otro
instante la cuarta pared... Esperar, escuchar, y seguramente aprender
del superlativo compañero; y encontrar la réplica certera, el tono
adecuado, después del silencio expectante. Me recuerda el papel de
Viyuela al de Elena Rayos en Reikiavik, de Mayorga, agazapada para
aparecer de repente y hacerse con su sitio en el duelo entre Sarachu
y Albaladejo, entre Waterloo y Bailén, y me parece de una dificultad
suprema; necesario, para ejecutarlo con precisión, el pulso de un
cirujano. Porque en un determinado momento, Feuerbach-Casablanc,
despojado de zapatos, sin-tien-do-ba-jo-sus-pies-las-ta-blas, muta en
torbellino, una tormenta desatada, un tornado, despliegue brutal de
fuerza salvaje sobre el desnudo escenario (apenas una mesa, y unas
cuantas marcas de posición sobre el suelo), el actor total. Pájaros al vuelo. Una
coreografía del desvarío, adueñándose del vacío, llenando el
espacio, posándose sobre cada una de tales marcas como si fuese
millones... Bendita locura; afortunados los presentes. Asombrados.
De
'Yo, Feuerbach' se desprende magia. Magnetismo por un oficio lleno de
altibajos, de olvidos y estrellatos efímeros... Siempre presentes en
el libreto de Casanovas, en la dirección de Simón, en la que intuyo
una enorme libertad, y con ella respeto, para sus actores. 'Yo,
Feuerbach” comenzó su andadura triunfal el año pasado.
Saborearla, allá por donde aún vaya, como se pudo hacer en el
templo avilesino del Palacio Valdés, es un privilegio. No os
arrepentiréis. No se arrepentirán. Gracias, gracias, gracias.