Decir
Tennessee Williams es decir teatro, y en una subsidiaria mágica,
cine. Su nombre genera sonoros ecos clásicos. Su obra, arte con
mayúsculas. Brando, Newman, Leigh, Woodward, Kazan... Grandes entre
los grandes vestidos y vestidores de personajes ya míticos en el
mundo de la interpretación, surgidos de las vivencias, la
experiencia vital del dramaturgo que, quizás junto a Arthur Miller,
mejor ha retratado la sociedad estadounidense del segundo tercio del
siglo pasado. Perdedores. Individuos, viejos y jóvenes, a los que la
vida ha echado a un lado casi sin percatarse, apartados, sobrantes. Enormes en su fragilidad, indómitos en su profunda sumisión a un
sistema que los atenaza sin notar que sus sueños vuelan
precipitados hacia el barranco. Ilusos mientras mantienen la
esperanza de un cambio, ese golpe de suerte que no llega. Derrotados.
Locos. Vivos. He leído o escuchado hace poco -da igual-, que
Williams es uno de los autores más representados en España. Quizás
quien lo dice diluye una valoración peyorativa en esa afirmación.
Allá el que sea, si piensa de esa manera: que no cuente conmigo para
afianzarla. Solo sé que el Centro Niemeyer de Avilés programó ayer
“El zoo de cristal”. Y que un buen amante de la dramaturgia, ante
la resonancia del maestro de Missisipí, no solo no podría negarse,
sino que su deber es gritar un rotundo “¡no me la pierdo!”
A ello empujaba con fuerza el cartel, presidido por una inmensa
Silvia Marsó en el papel de la matriarca Amanda, acompañada por
unos compañeros a la misma altura (lo podrá certificar quien
sabiamente decida disfrutar de la función, y aún podrá hacerlo
desde el 24 de junio en el teatro Bellas Artes de Madrid), como un
fascinante Tom, su hijo, en la piel de Alejandro Aréstegui que
jugaba en casa (avilesino); una Laura, su hija, interpretada por Pilar Gil con sutil sensibilidad; y con Carlos García Cortázar como
un Jim con alguna que otra vuelta. Qué buena decisión.
Las
obras de Tennessee Williams poseen un fuerte componente
autobiográfico. De entre ellas, “El zoo de cristal” quizás es
una de las que más se parece a su vida. Su madre enclaustrada en un
pasado que revive una y otra vez como queriendo su retorno; su
hermana, acomplejada, con problemas físicos y psicológicos. Como
extraídas de un molde que él bien conocía... La sociedad sureña,
elitista, clasista, y por tanto dividida... Entre las élites también
existen arrinconados, los que no pudieron llegar a
lo que aspiraban, pese a formar parte de ello alguna vez.
Retrato
de un tiempo que se extinguía, estertor de un pasado idealizado, en
“El zoo” la vida de una familia es tanto o más protagonista que
la familia en sí. Una mesa, una escalera, un sofá, un gramófono,
un retrato. Una de las últimas escenografías creadas por Andrea D'Odorico,
fallecido el pasado año. Fiel a las pautas propuestas por el propio Williams.
Sujetos
como la madre, esa Amanda que escogió mal a su compañero de
fatigas, tanto, que se cansó y la abandonó. Esa Amanda que recuerda
una y otra vez que tuvo a sus pies a los herederos de las “mejores”
familias del sur. Hacendados tan parecidos a los de “Lo que el
viento se llevó”, cuyas reminiscencias aparecen cuando ella,
perteneciente a la 'Sociedad de mujeres divorciadas', llama por
teléfono a las asociadas a la misma tratando de venderles la revista
de la agrupación.
Pasado idealizado
Amanda
idealiza el pasado, pero se sabe presa de un presente difícil. Para
ella, pero también para sus hijos. Una madre en cierto modo coraje.
Quiere que salgan adelante, que “triunfen”, que no se queden
solos. Madre sobreprotectora, preocupada por el futuro de sus
vástagos. “¡Levántate y triunfa”!, “¡levántate y cómete
el mundo!”, le dice a su hijo todos los días.
Marsó
(pero qué guapa Silvia, aun con el pelo cano), expansiva en el
recuerdo, contenida en el presente, en los disgustos de una realidad
que acaba por sobrepasar a Amanda de un modo que ella, que ha tenido
que sacar adelante a su familia, no preveía. Amanda es una gallina
clueca cuyas alas ya no sirven para cobijar a los suyos, que
abandonaron la infancia y la adolescencia hace quizás demasiado
tiempo. El varón, dependiente en una zapatería, regresa todas las
noches borracho y de madrugada. La mujer, enclaustrada en casa, con
miedo al mundo, acomplejada por la cojera que la martiriza desde que
era una cría y que su madre prefiere minimizar. Los
estereotipos, las habladurías, la crueldad del otro, el miedo la
hacen refugiarse en casa. La composición que hace Pilar Gil de Laura
es prodigiosa. Consigue cautivarnos. Nos apiadamos, pero también nos
identificamos. Nos ilusionamos con ella. Su vocecita, sumisa a la
madre, cómplice del hermano, sufridora... Sus juegos de niña, ya
bien mujer, con sus figurillas de cristal que cuida como seres
vivientes, ese “zoo de cristal” como lo denomina la propia
Marsó-Amanda. Pilar fotografía con realismo la fragilidad de su
personaje. Y su hermano, Alejando Aréstegui-Tom, narrador de
prefacio y epitafio, soñador... Tom quiere comerse el mundo,
mientras las circunstancias lo fagocitan, diluyen sus sueños,
ahogados en alcohol. Y se ciñe el personaje como un guante.
El
sueño americano se levanta sobre las esperanzas, las ilusiones de
millones de derrotados. Los medios de masas nos muestran a los
ganadores, los triunfadores de una sociedad plagada de miserias, un
océano sobre el que flotan las islas del éxito. A los derrotados,
los soslayados, se remite Williams. Sin sarcasmos, sin sutilezas, al
desnudo. Sin juzgar: se lo deja al espectador. Esa forma machista que
Amanda sostiene para resolver el futuro de su hija (le ha dado un
disgusto teñido de mentira), y este pasa por encontrarle un marido,
labor que deja en manos de su hijo, quien invitar a cenar a un
compañero de trabajo: Jim-Carlos García. Carlos aparece al final
para bordar un personaje que pretende ser limpio y que acaba por
romper la baraja. Un gran trabajo el suyo: vive el sueño americano,
y Amanda se aferrará a él como un clavo ardiendo, su última
oportunidad...
No
sé por qué, imagino estas obras entre vapores de Bourbon. Quizás
por eso se destila mejor, se presiente esa atmósfera cargada, la
chorreante y sofocante humedad del delta del Missisipí. Del sur
francés de Estados Unidos. De San Luis, Nueva Orleans. De esa
sociedad tan clasista y dividida: estamentada. Sin afectación, con
sentimiento y delicadeza, sus cuatro protagonistas le dan vida con
ansia, con sentimiento. ¿Hay algo más bonito que hacer disfrutar
con algo tan cercano como la interpretación? Un bis a bis con el
espectador. Desnudarse ante el público, lanzarse en el trapecio sin
red, sin posibilidad de fallar. Entregarse. Los cuatro lo consiguen
con creces. Los cuatro devuelven las expectativas con sumo
agradecimiento, creíbles, honrados.
Y
es que las circunstancias no permiten disfrutar del sabor de una
buena función teatral tan a menudo como uno quisiera (la perfección
equivaldría a algo parecido a una -¡mejor varias!- al mes). Las
oportunidades se esfuman si no se pillan al vuelo, y aquí no sucede
como en el cine, donde siempre se puede esperar a la televisión o al
vídeo para recuperar una película perdida. Con el teatro, o se vive
en Madrid, donde la permanencia en cartel multiplica las
posibilidades, o se necesita estar en el lugar adecuado en el momento
preciso para no lamentarse después. Por fortuna, a pesar de todos
los condicionantes, de vez en cuando surge la oportunidad de
escaparnos, adentrarnos en la sala, sumergirnos en la penumbra,
acomodarnos en la butaca y proceder a viajar a otro tiempo, a otro
lugar. “El zoo de cristal” es emocionante e intensa. Y sus
intérpretes, bajo la batuta de Francisco Vidal, aportan la magia del
mejor teatro.
Aunque
yo hubiese esperado un aplauso más fuerte. Más intenso aún cuando
Silvia Marsó recordó, en medio de la ovación, que, después de 15
años fuera, Alejandro Aréstegui por fin actuaba ante el público de
la villa que lo vio nacer y crecer.
Bravo
por los cuatro. Gracias.
P.
D. Un día, una amiga, después de leer lo que había escrito sobre
obras anteriores, me dijo: “Es que no dices nada malo, para ti está
todo bien”. Le respondí que es cierto. Por varios
motivos. Uno, que escribo sobre teatro como aficionado. Por tanto, no
puedo hacer una valoración crítica, y solo puedo someterme a
cuestiones que no van más allá del simple “me ha gustado” o no.
Ni soy crítico profesional, ni pretendo serlo. Y valoro por encima
de todo el trabajo de los actores: subirse a las tablas y desnudarse
ante cincuenta, cien, mil desconocidos sin la posibilidad de fallar,
de caer en un renuncio. Son trabajadores y mi labor es resaltar el
amor que muestran por su profesión, su valentía en tiempos
complicados. Si me gusta lo que han hecho, lo recalco. Si no,
simplemente prefiero no escribir. Hay quien dice que el
halago debilita. Lo siento, para soltar el látigo ya están otros.
Yo creo que al trabajador, en cualquier ámbito, le impulsa, le gusta
sentirse reconocido. Un buen profesional sabe en qué falla, y no
digo que no haya que indicar el error para subsanarlo, sino que el
mejor impulso para mantenerse por el buen camino es felicitar,
reconocer el esfuerzo, la tarea bien encaminada. En el caso de los intérpretes, lanzar el sombrero al aire para agradecer las dos horas, o las
que sean, en las que han formado, instruido y entretenido a un
público, y conseguido entregarse a ellos.