Daba apuru sentilo. Pa elli, respirar yera trabayu abondo, una condena. Un chiflu pitaba-y con cada suerbu d’aire. Tomábalu con angustia, como si nunca nun-y algamara. La boca desencaxao, como si gritare sin voz.
Daba apuru sentilo. Pa elli, respirar yera trabayu abondo, una condena. Un chiflu pitaba-y con cada suerbu d’aire. Tomábalu con angustia, como si nunca nun-y algamara. La boca desencaxao, como si gritare sin voz.
Nunca he hablado aquí de un libro. Tampoco es relevante si tengo algo o no que contar de nada. Pero hace apenas unas semanas leí "Matadero cinco, o La cruzada de los niños", y ante la vana esperanza de que vengan los tralfamadorianos a salvarnos, y sí de que nos contemplen como un zoo del que saben su principio y su destrucción, me he decidido a dar el paso. Al fin y al cabo, los tralfamadorianos contemplan el tiempo en un todo, no una sucesión lineal. Y la sucesión que están concatenando nuestros dirigentes se parece demasiado a la que conduce al fin del mundo, visto lo visto en el parlamento de España y lo que sea que haya en Europa. Así era.
Era el último de los libros. Lo echó al fuego, mirando absorta la lumbre. Entre el humo quiso ver a sus vecinas, respirar aquellos aromas que inundaban el patio, brotando de las ollas repletas de sabores, pausadas sobre la chapa de las cocinas. Recordar la comida calmó por un instante el vacío de su estómago. Alzó la vista, escudriñando a través de la ventana desvencijada. Escuchó el silencio, roto por el delicado crepitar de las páginas y el de su piel de cristal. Pensó en la luz que la había cegado, como un inabarcable sol barriendo el horizonte. Pensó en el estruendo, en el huracán que lo arrasó todo. Pensó, mientras la llama declinaba y el frío trepaba por su espalda, si ella también sería la última.