¿Se
necesita una excusa para acudir a un teatro a disfrutar de las artes
escénicas? Personalmente, creo que no, aunque quizás haya quien las
utilice. Si ese fuera el caso, ayer, 27 de marzo, se celebró el día
mundial del teatro (con el acertado mensaje del dramaturgo polaco Krzysztof Warlikowski). ¿Y dónde se puede festejar mejor tal efeméride?
Por supuesto, disfrutando de una obra. Ese podría haber sido un
perfecto pretexto para acercarse. El mío fue otro: el
estreno mundial en el Palacio Valdés de Avilés de
'Reikiavik', texto de Juan Mayorga dirigido por él mismo, e
interpretado por César Sarachu, Daniel Albaladejo y Elena Rayos.
El
teatro engancha y en ausencia genera mono. Se requieren chutes
periódicos para alimentar y soltar las riendas de esta adicción.
'Reikiavik' pintaba bien y dejaba las suficientes incógnitas como para
querer despejarlas de golpe. También buenas certezas para atraer:
autor de prestigio, actores con oficio y conocidos, además de la
insana codicia de ser el primero en disfrutar (junto a otros 999) de
una función inédita, de saborear la primera vez de los actores...
Atrás quedaron los ensayos. (Aprovecho para decir que me gustaría
entrevistar a alguno de los amos de la escena en el día después de
'desvirgar' un texto, conocer sus miedos, sus dudas, los pilares a
los que se aferran para dar vida a sus sosias).
Y entre
las incógnitas, una por encima de todas: el trasfondo, la excusa, el
enfrentamiento en 1972 por el título mundial de ajedrez entre el soviético Boris
Spasski y el yanki Bobby Fischer (por cierto, ambos de origen judío). ¿Una obra sobre ajedrez, eso puede atraer
al público? ¡Ay, el ajedrez! Ese deporte en el que gana el que
mata al rey (de chaval jugué, pero nada más)... Una pregunta que cualquiera de nosotros podría
hacerse: ¡a ver qué vamos a ver! No entiendo esa cuestión, porque
el teatro es descubrimiento, sorpresa, no todo tienen por qué ser
certezas: el aprendizaje es una de sus esencias. Y además,
utilizar aquél duelo no es baladí. ¡Como si hubiese sido cualquier
cosa! Allí no se jugaba al ajedrez. Se veían las caras dos
concepciones antagónicas de la vida de las personas; se enfrentaban
el capitalismo y el comunismo, entre los dos bloques que
hegemonizaban la vida política mundial. Así lo veía el poder, así
lo recogieron los medios, que aprovecharon el triunfo final de un Fischer que consiguió imponer sus caprichos (aceptados sin rechistar por su oponente, que le había ganado hasta entonces, pero no por el poder soviético -del pueblo y para el pueblo, como le recordaban sus colaboradores-), para
subrayar las bondades del sueño americano frente al estatismo
soviético. El individuo hecho a sí mismo frente al último eslabón
de una cadena que comenzaba en un sistema escolar que privilegiaba el
ajedrez como materia a la altura de las matemáticas o la lengua.
¿Pero solo fue eso? He preguntado a mis mayores, entre los que había de ambos lados (no lo entiendo), y sí que el mundo se paralizó.
Spasski y Fischer |
Y aquí
apareció Juan Mayorga (que antes del comienzo, de levantarse el telón, leyó el manifiesto del día mundial del teatro, un lujo para los presentes, firmado por Krzysztof Warlikowski). El dramaturgo se ha servido del ajedrez (tan
español, aunque no lo parezca) como trasunto de la vida. El duelo de
titanes, el enfrentamiento de los dos bloques que chocaban en la Guerra Fría, capitalismo contra comunismo... Y solo dos personas,
dos simples humanos viviendo, tratando de no ser marionetas del
poder. Dos disfrutando de su amor al noble arte del ajedrez. Fischer
no es otra cosa que un outsider del sistema que, dicen, representa, y
Spasski se presenta a sí mismo como un individuo al margen del
aparato soviético. Ninguno es lo que parece, y Fischer existe a
pesar del sistema, mientras que Spasski es individuo gracias al
sistema. Y al final, después de llenar páginas, de aparecer en las
primeras planas de todo el mundo, de convertirse en las figuras
indiscutibles de un año que vivirá momentos dolorosos, como los
sucesos de los Juegos Olímpicos de Múnich, los dos desaparecerán,
en plurales ostracismos, voluntario y forzoso; en sendos exilios de
la vida, del ajedrez (dicen los expertos que si bien Fischer era un
genio entre un millón, Spasski estaba perfectamente capacitado para
darle la réplica, por algo era el vigente campeón del mundo).
He aquí
de lo que se vale Mayorga para acabar construyendo un relato de la
vida. Él mismo dice sobre Reikiavik que se trata de “una obra
sobre el ajedrez, ese arte que, como la vida misma, se basa en la
memoria y la imaginación. También es una obra sobre la Guerra Fría,
sobre el comunismo, sobre el capitalismo y sobre hombres que viven
las vidas de otros”. Y es una obra que trata del individuo y del
colectivo; pero también de la actuación, del trabajo del actor y
las sensaciones del espectador, de la capacidad de ponerse en la piel
del otro, de sentir lo que hace el de enfrente, de cómo el
contrincante no es enemigo, sino un amigo. De la excusa para vivir,
sentir, reunirse, hablar, transmitir.
Solo se necesita un tablero, unas fichas, un oyente
Y
no hay nada sencillo en esta obra, ni dejado al azar. Que nadie
se deje engañar por el inicio, lento, cadencioso, casi con saudade, porque el ritmo se
torna en un in crescendo, hasta llegar al clímax en allegro.
Porque los actores atrapan al espectador para no soltarlo hasta el
final. Duro trabajo el suyo, el de los tres. Un trío perfectamente
escogido. Y en este aspecto, he de reconocer la dificultad añadida
para Elena Rayos (hace de un muchacho, para conformar al final una
batalla más), quien debe mantener la cordura a la expectativa,
escuchando, escudo entre César Sarachu y Daniel Albaladejo,
agazapada, mirando, escuchando, sí, participando de la vorágine, del
torrente que generan sus compañeros. Un Waterloo, César Sarachu,
quien adoptará el papel de Fischer. Y un Bailén, Albaladejo, que se
transformará en Spasski. Y si Sarachu parace vestirse de fragilidad
inicial, de misántropo enfermo, ganará la fortaleza de un junco. Y
si Albaladejo se trasviste de un Spasski hombre de mundo, orgulloso,
acabará roto en mil pedazos como si de un niño se tratase.
Y
se transforman, se envuelven de credibilidad. E incrementan la
dificultad a cada paso. Mil y un personajes surgen de sus voces. A la
velocidad del rayo. Porque esta obra requiere de un descomunal
trabajo actoral, duro, creíble y fatigoso. Y en el primer día después de los ensayos, en la
primera vez, en el estreno, la apuesta sube. Si alguien dijo alguna
vez que el trabajo de actor consistía únicamente en aprenderse su papel y
recitarlo, qué equivocado se encontraba: falsario, mentiroso. No creo que darle vida a la
velocidad del rayo, cambiando de un segundo a otro de una persona a
otra totalmente diferente sea un trabajo sencillo. Nada más lejos
de la realidad. Matiz, pertenencia, cambio, velocidad y, por encima de todo, credibilidad.
Sarachu,
liviano; Albaladejo, atlético (en la línea de lo que ya hablaba
en mi primera entrada sobre Sergio Peris y Roberto Álamo, la fortaleza física indisociable de la actoral); locuaces ambos; Rayos, dúctil
como un niño que crecerá con las enseñanzas de sus mayores
(¿entendí que transformada en Leipzig?). El escenario se convierte
en un cuadrilátero. Se les ve sufrir, vibrar, danzar... Ganar,
perder. Es la vida, pero también la muerte. La búsqueda. El
sustituto. El magnetismo del aprendizaje, del discípulo que deja
todo para seguir la guía... Yo recuerdo a los Sarachu y Albaladejo
de “Cámara café”. Qué lejos quedan de entonces, cómo devoran
hoy el escenario, cómo el proscenio se les queda pequeño. Cómo son
capaces de proyectarse sobre el patio de butacas, victoria y derrota,
tras victoria y derrota. ¿Importa quién gane? ¿Si el capitalismo o
el comunismo? ¿De quién es el triunfo? Cómo conquistan a su aprendiz y a todos los aprendices que asistimos a su trabajo con la boca abierta. Todos querríamos ser ese chico, pelo bien corto, que en realidad se viste de la magia de Elena Rayos.
La
clave única de todo esto es hacer trabajar la mente, el pensamiento. Salir de la sala haciéndonos preguntas. Ya no sólo
quiénes o de quiénes se vestían los protagonistas. Sino por qué.
Y por encima de todo, resolver que merece la pena seguirlos, dejarse seducir
por ellos. Por una obra que atrapa, engancha y hace vibrar. El
teatro, una vez más, como herramienta. Así me gusta, entretenimiento y conocimiento de la mano, en estricta persecución de mentes críticas. Reikiavik es teatro del bueno. Véanlo. No se arrepentirán, una gran inversión para su tiempo. Que el futuro le sea fructífero y tengan suerte. Se merecen una prolongada presencia en la cartelera nacional.