Informar,
formar y entretener, tres preceptos que han de inspirar y mover al buen
periodista (al margen de no engañar, sesgar, omitir, trampear...). Asimilables al buen teatro. La función social del mismo ha
sido profundamente teorizada. Y ejemplos hay múltiples de su aplicación práctica. Desde Buero
Vallejo pasando por Bertolt Brecht, o su utilización como
herramienta pedagógica (ideológica) en los comienzos de la
revolución soviética (que dejó nombres imprescindibles, como
Stanislavski -buena parte del gran cine y sus actores no se entenderían sin él- o
el vanguardista Meyerhold). La gran pantalla poco a poco desbancó al
teatro como la más popular de las artes en los albores del siglo
veinte, entendida en la acepción de “accesible al mayor número
posible de bolsillos”. Uno de los divertimientos más comunes en
época grecorromana, también en el siglo de oro español, nos ha
dejado un sinfín de obras que nos permiten hacer un retrato certero
de su tiempo: cómo se vivía, se pensaba, se actuaba (en, y fuera de
las tablas), su identidad política, moral, religiosa.